lunes, noviembre 21, 2011

Microantología del microrrelato III

Nuevamente la Editorial Irreverentes ha tenido a bien invitarme a participar en su última selección de microrrelatos. El cuento que les envié es una versión revisada de uno que dio título a mi primer libro (Cuarto desnudo), publicado en Lima en 1996. Trata de unas hormigas, una pareja en una bañera y un cuadro de Seurat. Agradezco a Miguel Ángel de Rus y Vera Kukharava, editores de la antología, por incluirme en su publicación.






Nota de prensa

En Microantología del microrrelato III se presenta una brillante selección de relatos divertidos, sorprendentes, intimistas o humorísticos, terroríficos o fantásticos; sobre el amor y desamor, reflexiones sobre la muerte y la vida; de misterio, ciencia ficción o históricos. En todos los casos, la brevedad va unida al impacto y la sorpresa, de un mundo a otro, de un sentimiento al contrario. Al pasar cada página hay una nueva sensación.

Microantología del microrrelato III es el libro ideal para quienes tienen siempre prisa, quienes van a tomar un nuevo tren, para aquellos que no aguantan interrupciones en el cine o el teatro, para aquellos que piensan que un año es una eternidad y, especialmente, para los amantes de la buena literatura, porque la brevedad y la excelencia pueden ir unidas.


Relatos y Autores selecciones

A la sombra del edificio del Congreso. Miguel Angel de Rus; Adoquines. Julio Fernández Peláez; Aromaterapia. Teresa Dovalpage; Autorretrato. Juan Vivancos Antón; Bestia. Ambrose Bierce; Bienes muebles. Patricia Esteban Erlés; Carne argentina. Gustavo Valle; Chorizos y pringaos. Joseba Iturrate; Condena. Claudia Cortalezzi; Crímenes literarios. Elena Marqués; Cuarto desnudo. Carlos García Miranda; De noche. Franz Kafka; Desfile patriótico. Villiers de L'Isle Adam; Despertar. Víctor M. Bórquez Núñez; Digo que no. Arquímedes González; El alma de la máquina. Baldomero Lillo; El antídoto. Isaac Belmar; El combate. Harold Kremer; El culto a la patria. Alphonse Allais; El deseo. Francisco José Segovia Ramos; El espejo. Aurelia María Romero Coloma; El fiscal. Iván Teruel; El hombre que tenía algo en el ojo. Jules Jouy; El inicio. Eduardo Berti; El niño malvado. Antón Chéjov; El peluquero. Karl Kraus; El tren borracho. Mijail Bulgakov; En el país de los Ticos. Manuel Cortés Blanco; Encuentro. Félix Díaz; Equivocación. Karel Capek; Escritor suicida. Víctor Montoya; Ese toro enamorado de la luna. Carlos Ortiz de Zárate; Extinción. Ariel Dorfman; Hindi kayong lahat ay malilini. Luis Marcelo Pérez; Juro que soy inocente. Irene Comendador; La alhaja. Jules Renard; La espera. Ainhoa Bárcena; La filósofa y el matemático. Salvador Robles; La navaja inglesa. Konstantín Paustovskiy; La persistencia de los recuerdos. Francisco Legaz; La pobreza. Mijail Zóshchenko; Las cerezas de Düsseldorf. Álvaro Díaz Escobedo; Las frutas del amor. José Luis Alonso de Santos; Las mismas razones para la muerte. El Vizconde de Saint-Luc; Limitado albedrío. Juan Manuel Ortiz Taberna; Los desalmados. Sergio Gaut vel Hartman; Los dos hombres. Jorge Majfud; Los recortes. Pablo Vázquez; 1000 dedos. Paloma del Palacio; Moscú, 1952. Joaquín Leguina; Mujer lechuza. Susana Corcuera; No sólo de tecnología vive el hombre. Nelson Verástegui; No todas las historias son de película. Cristina Ruberte-París; Nochebuena infernal. Juan Aparicio Belmonte; Orfeo y Eurídice. Leopoldo Lugones; Parlamentarismo. Guillaume Apollinaire; Psicopatología feminista. Melanie Taylor Herrera; Reflexiones en horas de trabajo. Juan Patricio Lombera; Rescoldos. José Enrique Canabal; Solo en casa. Javier Fernández Jiménez; Striptease sangriento. Andrés Fornells; Último beso. Mary A. Rum; Una noche de niebla. Jesús Yébenes Montemayor; Viejas cayendo por la ventana. Daniil Jarms; Vudú 1. Diego Muñoz Valenzuela.


Cuarto desnudo




Las hormigas. Extraño a las hormigas, a sus patitas intentado ingenuamente acercarse a mi mano, sus lomos grises, el crujido de sus vientres al reventarse entre mis dedos. Extraño esa espantosa indiferencia ante la muerte. Arlén solía regañarme por hacer eso. Siempre le pareció repugnante y sucio eso de andar por ahí, buscando hormigas entre los zócalos y las hendiduras de las puertas. Ella no entendía eso me mueve, me incita al goce epidérmico de tomarlas delicadamente entre mis dedos, de aplastarlas y sentir, una vez más, esa rara acidez en mi boca húmeda. Arlén nunca entendió que eso de matar hormigas era en verdad una morbosa anunciación.

necesitaríamos una bañera larga y honda (mientras se quitaba la blusa)

(mirándola fijamente desde el umbral de la puerta) tienes razón, así podríamos ocultarnos de todos, incluso, podríamos pasar días, meses, en fin, hasta años ahí adentro, sin que nadie nos perturbe


Aquella primera vez Arlén estaba sentada sobre unas gradas. Fumaba y miraba absorta un punto en el espacio (esa imagen suya es la que siempre me persigue, alcanza, suprime). Pero mucho antes estuvo aquella noche llena de gente, con muchas luces y estrellas. Y yo ahí, cabizbajo, en pleno Paseo Colón, mirando la vereda sucia y grasosa, sintiendo a mis espaldas la desnuda soledad de los semáforos. Luego huí, como tantas otras veces, y escribí innumerables historias, todas inútiles: esa insoportable sensación de angustia sorda y dura seguía ahí, en mi bolígrafo, mi mano, mi rostro reflejado en la ventana, ahí, contenida en mí como dentro de una piedra. Al día siguiente, desperté tendido en el piso, ebrio y desnudo, sobre cientos de cuartillas, mirando con ojos alucinados los zócalos renegridos, al fondo de la habitación. Tiempos después apareció Arlén sentada en aquellas gradas polvorosas, fumando, contemplando ensimismada sus vacíos interiores.


tal vez, pero eso no estaría bien, o mejor, con el tiempo se volvería aburrido, y creo que hasta comenzaríamos a odiarnos ¡imagínate tú! meses enteros metidos dentro de una bañera ¿qué haríamos durante todo ese tiempo? (se quita el jean, el brassier y la braguita manchada con restos de su última menstruación)

(ella le arroja la braguita, él lo huele, luego ríe y la deja sobre el piso)

A veces he sentido la necesidad de ser otro, ser un foco, un meteorito o una estrella, algo que cuelgue del cielo, que permanezca ahí, suspendido, mirando el mundo como si fuese una enorme naranja. Muchas veces he salido a las calles con esta idea y he ido así entre la gente. Pero cuando he regresado a la pensión y he descubierto a Arlén desnuda, recostada sobre la cama, esa necesidad de ser otro perdía sentido, se tornaba difusa. Entonces todo se reducía a la imagen de Arlén sobre la cama, y yo ahí, acurrucado a su vientre, acariciando sus senos flácidos y tibios. Nunca he podido desprenderme de su intenso olor a lilas muertas. Pero, a pesar de todo, Arlén nunca pudo entender mi manera, tan lúcida, de abrir las puertas, de aferrarme a los pasamanos, de contemplar el mundo desde tan adentro.


(completamente desnuda) ¿sabes qué? pienso en los muchachos, en la manera cómo nos miraron cuando te toqué la entrepierna frente a ellos ¡asqueroso! definitivamente no entienden nuestros lazos

(sonriente, avanzando hacia ella) ¿ves? si tuviéramos la bañera que te digo no necesitaríamos de ellos, ni de nadie, y ahí podrías tocarme todo lo que quieras, no habría nadie, sólo nosotros dos (se desviste lentamente, se mete en la cama y apaga las luces)


Estábamos hablando de Seurat, recuerdo. Ella me explicaba los contenidos neo impresionistas de su “Modelo de cara”. Decía que detrás de su aparente afán intuitivo se escondía un desmesurado racionalismo. De pronto todo comenzó a expandirse, a difuminarse como el humo de la mariguana que Arlén fumaba lentamente. El cuarto comenzó a llenarse de tonalidades fantásticas, como salidas de un cuadro de Kandinsky. Entonces Arlén comenzó a gritar cosas que en verdad nunca debió gritar. Y la vi ahí, tirada sobre el piso, bañando su cuerpo desnudo con ron, pidiéndome, desesperada, que mordiera despacio sus rodillas, que escribiera frases obscenas sobre su vientre y que trazara líneas surrealistas en sus senos agitados. “Hazlo, estúpido, hazlo”, decía Arlén mientras se tiraba de los cabellos y miraba a todos partes como una bestia en celo. En ese instante pensé en las hormigas. Imaginé que tenía cientos de ellas en mis manos, que las tomaba una a una y las devoraba con violencia: nuevamente esa indiferencia ante la muerte. El humo seguía expandiéndose por toda la habitación y una multitud de imágenes flotaban sobre alucinantes plataformas líquidas. Nunca antes me había sentido tan confundido, tan distante y extraño a todo, percibiendo apenas partes sueltas del mundo: uno de mis manuscritos flotando en el espacio, la cama lejanísima, inalcanzable, y Arlén ahí, en medio de todo, tan ebria y sucia, tan desnuda.

[el cuadro es de George Pierre Seurat, "Modelo de Cara"]






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