LA LUNA SE CORTABA EN PEDACITOS, como terrones de azúcar. Y yo la veía caer tras los vidrios de la ventana. La veía caer sentado en el último rincón de ese bar maloliente -que olía a orín de gato, excremento de perros, ratas y demás animalejos- mientras esperaba que Hada apareciese en el marco de la puerta marrón. Cada cierto momento volteaba a ver si su larga figura de farol cansino aparecía. Pero siempre eran esos rostros achinados y violentos, con figuras fofas o enclenques que aparecía en la puerta y eran iluminadas por la poca luz del candelabro de metal que colgaba en medio del bar. Podía haberla esperado en la plaza de las palomas muertas o en el puente quebrado a las afueras de la ciudad. Incluso, bajo las torres de color azafrán en la calle Medinacelli. Pero ella me hizo el gesto del bar: hundió su dedo en su boca babosa y sonrió. La vi hacerlo en medio de ese jardín lleno de lirios y amapolas. No sé cómo llegamos hasta ese lugar. Como ocurre en todos mis sueños, las cosas aparecen y desaparecen, y uno está en un momento en medio de la luna o en una calle desierta, y en otro bailando bajo una luz mortecina danzas extrañas, lleno de gestos difíciles de entender. Por ejemplo, desde hace años me atormenta un gesto que vi hacer en una de esas danzas: se trataba de exponer el pecho desnudo, y hundir el dedo mayor en uno de las axilas. Luego el juego con la lengua, la risa y el chillido casi animal. ¿Qué significa? Hada piensa que se trata de la huella de algún registro prohibido. Fíjate en las partes de los cuerpos que se presentan –me dijo-: pecho, dedo, axilas y lengua. Corresponden al nivel superior de cuerpo. Por ello pienso que son registro oficiales prohibidos. Los no-oficiales tienes que ver con la parte inferior del cuerpo: ano, pene, pies, rodillas, abdomen. Esos son los más complicados, pues anticipan viajes a lo más prohibido. Viajes a los lugares donde habitan las cosas más terribles, como la muerte. Por ello Hada me cito en este lugar: el bar. Lugar superior.
MI HISTORIA IMPORTA POCO AHORA. Diré solamente que me gustan los geranios en el instante preciso de su muerte. Cuando sus hojas están renegridas y sus tallos pelados por el smog y el mal tiempo. Geranios marginales del mundo. Lo que vino después ya es menos relevante. Un par de años en casa de mis padres, que fueron los años más inútiles de mi existencia. No puedo explicar ni contar nada de esa época, sólo decir que era como vivir en un cuarto blanco. Luego vino la vida en las calles de la ciudad. Una ciudad llena de callecitas malolientes, puentes quebrados y pequeños jardines con mala hierba. La gente es de lo más rara. Habitan en cubículos de uno o dos metros cuadrados. Ahí pasan la mayor parte del día. Casi al atardecer salen. Y las calles se llenan de figuras pequeñas y rechonchas. También largas, jorobadas y cansinas. Y siempre esa mirada de desazón. Siempre que miran a los ojos preguntan. Son miles de preguntas a la vez. A veces trato de contestar una. Generalmente no doy con la respuesta, aunque insisto, pero me es imposible atravesar esas oscuridades. Un día de esos encontré a Hada en una placita llena de palomas muertas. Ella trataba de juntarlas para luego quemarlas. No pudo porque apareció el guardián de las palomas muertas y tuvimos que salir corriendo. Mientras corríamos y escuchaba su respiración a mi lado, sentí que ambas –mi respiración y la suya- de algún modo se comunicaban. Luego, ya cansados por la huida, nos sentamos en una piedra, junto a un puente. Allí ella me contó trozos de su vida: una muerte, dos muertes con apenas tres años, luego vino lo de los lirios frescos, donde perdió y ganó mucho dinero, y los viajes a diferentes ciudades. Estuvo en la ciudad de las torres y el gran río, en la de las casas de los muertos, la ciudad hormiguero, la ciudad casita de muñecas, y la otra, la que daba al mar, como las ventanas de una antigua casa. En todas comió pescado y chuletas de cerdo. También ensaladas y tomó mucho vino. Y, por supuesto, encontró almas que tocaban la suya, pero nunca lo suficiente como para hacerse una. Así vivió muchos años, hasta que un mal viento la trajo de vuelta a esta ciudad. Las primeras semanas fue presa de la desesperación, luego la histeria, la rabia. Y quiso volver a irse. Pero esta vez ya no había vientos favorables. Entonces tuvo que hundirse en un cuartito de uno por uno, y vivir de almendros y palomas muertas de pena. Así la conocí.
LLEVAMOS ENTRANDO Y SALIENDO DE NUESTRAS VIDAS como cinco años. En ese lapso he podido descifrar la simbología de su pecas en la espalda, la mugre de sus uñas, y el rancio sabor de su boca a las tres de la madrugada. Hora de los gallos y las luces de neón. Ah, esas horas, donde sentados en las banquetas de “agosto” –así la llamamos por nuestra manía de renombrar los objetos de acuerdo al mes o día en que lo encontramos-, vemos cruzar luciérnagas y gatos blancos resplandeciendo en los huecos de la ciudad. Siempre vamos de banqueta en banqueta, también de bar en bar, y de luz en luz. Somos seres extraños, lo sé. La gente nos lo hace saber a cada rato. Nunca nos echan, pero nos apartan con sus miradas de setiembre en plena lluvia. Hada dice que lo hacen porque en el fondo les atraemos. Quisieran ser como nosotros, pero algo les duele en la punta del pecho o en el lado oculto de sus pies. Y nos dejan pasar, nos dejan sentarnos, nos dejan vivir, sólo para vernos de lejos, como quien contempla un cuadro o una fotografía de algún lugar que desearía ir, pero sabe que nunca lo hará. Una prolongación de sus sueños y deseos. Eso somos para esta gente de saco marrón y zapatos de cuero azul. Una vez, sentado a la orilla del riachuelo mayor, al lado de la plaza de los cerdos sin destazar, uno de ellos se nos acercó pensando que éramos adivinos. Nos preguntó por una mujer a que amó locamente, también por otra que odió al punto de querer matarla. Incluso, preguntó por el tipo que cobra los impuestos, al que le debía la vida entera. Hada lo miró desde el ángulo más alto posible, y le dijo que la mujer que amó vive en una pequeña ciudad a tres kilómetros de aquí. Vive sola. Y lo único que quiere es seguir así. Sola. “Al parecer –le dijo- algo descubrió en ti, acaso tus bolas de macho viejo o las cerillas de tus orejas peludas, qué se yo, algo que la espantó de tal modo, que no quiere saber nada del mundo. Te aconsejo que la dejes, porque puedes provocarle la muerte”. No recuerdo qué le dijo sobre la otra mujer, pero por los gestos que hacía debió de ser algo terrible. Vi cómo Hada hundía sus pies entre sus pechos y se retorcía en el piso como una serpiente. Luego, ya erguida, le recomendó ir a matar al recaudador de impuestos, pues si no lo hacía, el recaudador lo haría con él. Ya cuando el tipo se hubo marchado, pregunté a Hada qué era todo eso que le había dicho. Ella me miró como esa mirada de jueves de ceniza. Y hundió su lengua en mi nariz. Señal de que debo callarme. Estábamos entrando en lugares prohibidos. Ambos sabíamos que si insistía en eso, pronto nos veríamos en medio de las cavernas laberínticas de la confusión. No sabría quién es ella ni quién soy yo. Lo mejor era no seguir y esperar a que todo escampe y la memoria flote, liberada de esas cosas prohibidas, encerradas en aquellos cuartos hediondos que la memoria tiene para secretos que pueden matarnos. Una vez estuvimos a punto de entrar en ella. Fue en la fiesta de luces al final del día de las gacelas en la plaza de los adoquines rojos. “Cuéntame”, le dije. Ella volvió a mirarme. Sus ojos de luciérnaga aprovecharon la poca luz para aproximarme a sus zonas más secretas. Supe de su padre al filo de las tres de la tarde, un martes de enero. Lo vi levantar sillas y mesas, también comer con una voracidad animal. Luego dejó a su papá retozando en un campo pelado, y me contó de sus crepitaciones capilares y de por qué se cortaba las uñas de los pies cada veinte horas. Es por la inercia, decía, por el miedo a quedarme rígida, como una estatua de piedra caliza. Tengo esa impresión –continuó-, esa rara sensación de que si algún día dejo de moverme nunca lo haré más. Así continuó casi hasta el alba. Pero no llegó a las partes prohibidas. Tuvo la habilidad para detenerse a tiempo. Y antes de que su vida entera se abriera como una flor en primavera, o una puerta medieval, me dio una palmada en el hombro izquierdo, y me invitó a caminar por el puente quebrado. Y nos fuimos. Como nunca agradecí ese gesto. Estuve a punto de besarla de pura emoción. Pero me contuve. Y, silencioso, apenas rozando sus manos con las mías, la acompañé.
MI HISTORIA IMPORTA POCO AHORA. Diré solamente que me gustan los geranios en el instante preciso de su muerte. Cuando sus hojas están renegridas y sus tallos pelados por el smog y el mal tiempo. Geranios marginales del mundo. Lo que vino después ya es menos relevante. Un par de años en casa de mis padres, que fueron los años más inútiles de mi existencia. No puedo explicar ni contar nada de esa época, sólo decir que era como vivir en un cuarto blanco. Luego vino la vida en las calles de la ciudad. Una ciudad llena de callecitas malolientes, puentes quebrados y pequeños jardines con mala hierba. La gente es de lo más rara. Habitan en cubículos de uno o dos metros cuadrados. Ahí pasan la mayor parte del día. Casi al atardecer salen. Y las calles se llenan de figuras pequeñas y rechonchas. También largas, jorobadas y cansinas. Y siempre esa mirada de desazón. Siempre que miran a los ojos preguntan. Son miles de preguntas a la vez. A veces trato de contestar una. Generalmente no doy con la respuesta, aunque insisto, pero me es imposible atravesar esas oscuridades. Un día de esos encontré a Hada en una placita llena de palomas muertas. Ella trataba de juntarlas para luego quemarlas. No pudo porque apareció el guardián de las palomas muertas y tuvimos que salir corriendo. Mientras corríamos y escuchaba su respiración a mi lado, sentí que ambas –mi respiración y la suya- de algún modo se comunicaban. Luego, ya cansados por la huida, nos sentamos en una piedra, junto a un puente. Allí ella me contó trozos de su vida: una muerte, dos muertes con apenas tres años, luego vino lo de los lirios frescos, donde perdió y ganó mucho dinero, y los viajes a diferentes ciudades. Estuvo en la ciudad de las torres y el gran río, en la de las casas de los muertos, la ciudad hormiguero, la ciudad casita de muñecas, y la otra, la que daba al mar, como las ventanas de una antigua casa. En todas comió pescado y chuletas de cerdo. También ensaladas y tomó mucho vino. Y, por supuesto, encontró almas que tocaban la suya, pero nunca lo suficiente como para hacerse una. Así vivió muchos años, hasta que un mal viento la trajo de vuelta a esta ciudad. Las primeras semanas fue presa de la desesperación, luego la histeria, la rabia. Y quiso volver a irse. Pero esta vez ya no había vientos favorables. Entonces tuvo que hundirse en un cuartito de uno por uno, y vivir de almendros y palomas muertas de pena. Así la conocí.
LLEVAMOS ENTRANDO Y SALIENDO DE NUESTRAS VIDAS como cinco años. En ese lapso he podido descifrar la simbología de su pecas en la espalda, la mugre de sus uñas, y el rancio sabor de su boca a las tres de la madrugada. Hora de los gallos y las luces de neón. Ah, esas horas, donde sentados en las banquetas de “agosto” –así la llamamos por nuestra manía de renombrar los objetos de acuerdo al mes o día en que lo encontramos-, vemos cruzar luciérnagas y gatos blancos resplandeciendo en los huecos de la ciudad. Siempre vamos de banqueta en banqueta, también de bar en bar, y de luz en luz. Somos seres extraños, lo sé. La gente nos lo hace saber a cada rato. Nunca nos echan, pero nos apartan con sus miradas de setiembre en plena lluvia. Hada dice que lo hacen porque en el fondo les atraemos. Quisieran ser como nosotros, pero algo les duele en la punta del pecho o en el lado oculto de sus pies. Y nos dejan pasar, nos dejan sentarnos, nos dejan vivir, sólo para vernos de lejos, como quien contempla un cuadro o una fotografía de algún lugar que desearía ir, pero sabe que nunca lo hará. Una prolongación de sus sueños y deseos. Eso somos para esta gente de saco marrón y zapatos de cuero azul. Una vez, sentado a la orilla del riachuelo mayor, al lado de la plaza de los cerdos sin destazar, uno de ellos se nos acercó pensando que éramos adivinos. Nos preguntó por una mujer a que amó locamente, también por otra que odió al punto de querer matarla. Incluso, preguntó por el tipo que cobra los impuestos, al que le debía la vida entera. Hada lo miró desde el ángulo más alto posible, y le dijo que la mujer que amó vive en una pequeña ciudad a tres kilómetros de aquí. Vive sola. Y lo único que quiere es seguir así. Sola. “Al parecer –le dijo- algo descubrió en ti, acaso tus bolas de macho viejo o las cerillas de tus orejas peludas, qué se yo, algo que la espantó de tal modo, que no quiere saber nada del mundo. Te aconsejo que la dejes, porque puedes provocarle la muerte”. No recuerdo qué le dijo sobre la otra mujer, pero por los gestos que hacía debió de ser algo terrible. Vi cómo Hada hundía sus pies entre sus pechos y se retorcía en el piso como una serpiente. Luego, ya erguida, le recomendó ir a matar al recaudador de impuestos, pues si no lo hacía, el recaudador lo haría con él. Ya cuando el tipo se hubo marchado, pregunté a Hada qué era todo eso que le había dicho. Ella me miró como esa mirada de jueves de ceniza. Y hundió su lengua en mi nariz. Señal de que debo callarme. Estábamos entrando en lugares prohibidos. Ambos sabíamos que si insistía en eso, pronto nos veríamos en medio de las cavernas laberínticas de la confusión. No sabría quién es ella ni quién soy yo. Lo mejor era no seguir y esperar a que todo escampe y la memoria flote, liberada de esas cosas prohibidas, encerradas en aquellos cuartos hediondos que la memoria tiene para secretos que pueden matarnos. Una vez estuvimos a punto de entrar en ella. Fue en la fiesta de luces al final del día de las gacelas en la plaza de los adoquines rojos. “Cuéntame”, le dije. Ella volvió a mirarme. Sus ojos de luciérnaga aprovecharon la poca luz para aproximarme a sus zonas más secretas. Supe de su padre al filo de las tres de la tarde, un martes de enero. Lo vi levantar sillas y mesas, también comer con una voracidad animal. Luego dejó a su papá retozando en un campo pelado, y me contó de sus crepitaciones capilares y de por qué se cortaba las uñas de los pies cada veinte horas. Es por la inercia, decía, por el miedo a quedarme rígida, como una estatua de piedra caliza. Tengo esa impresión –continuó-, esa rara sensación de que si algún día dejo de moverme nunca lo haré más. Así continuó casi hasta el alba. Pero no llegó a las partes prohibidas. Tuvo la habilidad para detenerse a tiempo. Y antes de que su vida entera se abriera como una flor en primavera, o una puerta medieval, me dio una palmada en el hombro izquierdo, y me invitó a caminar por el puente quebrado. Y nos fuimos. Como nunca agradecí ese gesto. Estuve a punto de besarla de pura emoción. Pero me contuve. Y, silencioso, apenas rozando sus manos con las mías, la acompañé.
Cuadro: Dog, por Emil Nolde, 1912.
1 comentario:
muy bueno,sin duda. como diria el lema del banco continental... sigue adelante.
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