Cuando a Roberto Bolaño no se le conocía ni en pelea de perros en Madrid, y sólo era un emigrante “pobre como una rata”, como escribió Javier Cercas (“El llanto del guerrero”, El País Semanal, 21 de setiembre del 2003), el poeta peruano Enrique Verástegui ya lo consideraba el mejor narrador latinoamericano. Me lo dijo a comienzos de los años noventa, uno de esos veranos en que solía visitarlo en su casa de Cañete, huyendo del calor pegajoso de Lima. Una vez, mientras íbamos por la tercera o cuarta botella de vino de la noche, me contó que conoció a Bolaño en Barcelona en los años setenta, cuando éste era un desempleado sudaka chileno, seudo poeta, que vagaba por los cafetines de La Rambla y el Barrio Gótico, y Enrique era un flamante becario de la Fundación Solomon R. Guggenheim, autor de un poemario celebrado por unanimidad en Perú, México y varios países latinoamericanos –En los extramuros del mundo. Según entendí, la amistad duró todo el tiempo que Verástegui estuvo en esa ciudad y se prolongó varios años a través de cartas. Pero hacia finales del noventa, poco después de que saliera a la venta Detectives salvajes, me reuní con Verástegui en una cebichería de La Molina, y me dijo que Bolaño ya no era su amigo. ¿Qué pasó? ¿Por qué Enrique dejaba de hablarme de Bolaño justo en el momento en que éste comenzaba a abrirse paso –cual exitoso cazador de búfalos- en el mercado editorial español? Misterio. Poco después, leí en uno de los capítulos de la segunda parte de Detectives salvaje la historia –apogeo y caída- de un anónimo poeta peruano, cuya vida guarda más de una semejanza con la de Verástegui. Desde aquella vez muchos de los que han leído la infame historia –cubierta bajo el engañoso manto de la ficción-, piensan que merecería una respuesta “a lo Bolaño”, es decir de tal contundencia que –cual torpedo lanzado desde el monitor Huáscar a la corbeta Esmeralda- haga remecer en su tumba al buhonero hippie, socarrón y malhablado escritor chileno. Pero claro, Verástegui es peruano y, como era de esperarse, –cual Miguel Grau rescatando a los sobrevivientes chilenos de la Esmeralda- ha optado por un elegante silencio. Va aquí el origen de este conflicto bajo el agua.
[...] El peruano obtuvo una beca y se marchó de Lima. Durante un tiempo recorrió Latinoamérica, pero no tardó mucho en embarcarse con destino a Barcelona y luego a París. Arturo, según creo, lo conoció en México pero su amistad con él se cimentó en Barcelona. Por aquella época todo parecía indicar que su carrera literaria sería meteórica, sin embargo, vaya uno a saber por qué, los editores y los escritores españoles no se interesaron, salvo contadas excepciones, por su obra. Después se marchó a París y allí entró en contacto con estudiantes peruanos, maoístas. Según Arturo, el peruano había sido maoísta, un maoísta lúdico e irresponsable, un maoísta de salón, pero en París, de una manera u otra, lo convencieron, digamos, de que él era la reencarnación de Mariátegui, el martillo o el yunque; no podría precisarlo, con el cual iban a destrozar a los tigres de papel que campeaban a sus anchas en Latinoamérica. ¿Por qué Belano creía que su amigo peruano jugaba? Bueno, no le faltaban motivos: un día podía escribir páginas horribles y panfletarias y al día siguiente un ensayo cuasi ilegible sobre Octavio Paz en donde todo era zalamerías y alabanzas al poeta mexicano. Para ser maoísta, aquello no era muy serio. No era consecuente. En realidad, como ensayista el peruano resultó siempre un desastre, ya fuera en el papel de portavoz de los campesinos desheredados o en el de adalid de la poesía paciana. Como poeta, en cambio, seguía siendo bueno, en ocasiones incluso, muy bueno, arriesgado, innovador. Un día, el peruano decidió regresar al Perú. Tal vez creyó llegado el momento de que el nuevo Mariátegui retornará al suelo patrio, tal vez solo quiso aprovechar los últimos ahorros de su beca para vivir en un lugar más barato y trabajar en sus nuevas obras con tranquilidad y tesón. Pero tuvo mala suerte. No bien puso un pie en el aeropuerto de Lima cuando Sendero Luminoso, como si lo hubiera estado esperando, se levantó como un desafío tangible, como una fuerza que amenazaba extenderse por todo el Perú. Evidentemente, el peruano no pudo retirarse a escribir a un pueblito de la sierra. A partir de allí todo le fue mal. Desapareció la joven promesa de las letras nacionales y apareció un tipo cada vez con más miedo, cada vez más enloquecido, un tipo que sufría al pensar que había cambiado Barcelona y París por Lima, en donde los que no despreciaban su poesía lo odiaban a muerte por revisionista o perro traidor y en donde, a los ojos de la policía, había sido, a su manera, es cierto, uno de los ideólogos de la guerrilla militarista. Es decir, de golpe y porrazo el peruano se encontró varado en un país en donde podía ser asesinado tanto por la policía como por los senderistas. Unos y otros tenían motivos de sobra, unos y otros se sentían afrentados por las páginas que él había escrito. A partir de ese momento todo lo que él hace para salvaguardar su vida lo acerca de forma irremediable a la destrucción. Resumiendo: al peruano se le cruzaron los cables. El que antes fuera un entusiasta del Grupo de los Cuatro y de la Revolución Cultural, se transformó en un seguidor de las teorías de madame Blavatsky. Volvió al redil de la Iglesia Católica. Se hizo ferviente seguidor de Juan Pablo II y enemigo acérrimo de la teología de la liberación. La policía, sin embargo, no creyó en esta metamorfosis y su nombre siguió estando en los archivos de gente potencialmente peligrosa. Sus amigos, en cambio, los poetas, los que esperaban algo de él, sí que creyeron en sus palabras y dejaron de hablarle. Incluso, su mujer no tardó en abandonarlo. Pero el peruano perseveró en su locura y se mantuvo en sus trece. En su polo norte final. Por supuesto, no ganaba dinero. Se fue a vivir a casa de su padre, quien lo mantenía. Cuado su padre murió, lo mantuvo su madre. Y por supuesto, no dejó de escribir y de producir libros enormes e irregulares en donde a veces se percibía un humor tembloroso y brillante. En ocasiones llegó a presumir, años después, de que se mantenía casto desde 1985. También: perdió cualquier atisbo de vergüenza, de compostura, de discreción. Se volvió desmesurado (es decir, tratándose de escritores latinoamericanos, más desmesurado de los habitual) en los elogios y perdió completamente el sentido del ridículo en las autoalabanzas. Sin embargo, de ves en cuando, escribía poemas hermosos. Según Arturo, para el peruano los dos más grandes poetas de América eran Whitman y él. Un caso raro (Detectives Salvajes. Anagrama, Madrid, 1998, pp. 496-499).
Fotos: [1] Enrique Verástegui; [2] Roberto Bolaño;[3] Grupo Hora Zero;[4] Grupo Infrarrealista.
6 comentarios:
Oye, Leo es bien caradura, venir a dar clases de cómo hacer un blog, cuando el suyo da vergüenza ajena. No pues, no hay derecho.
El tema de Verástegui y Bolaño, un penoso desencuentro, me parece que es válido en la medida que lo es el ojo morado de García Márquez, propinado por Vargas Llosa.
Braulio Rubén Tupac Amaru Grajeda Fuente, Leo Zelada, Platanito o como quieras llamarte, te digo que, a pesar de tus diatribas y mala leche, siempre serán admitidos tus coments en este blog. Porque a lo negados para la literatura también hay que admitirlos en la literatura.
ah manya
entonces era
Enrique Verástegui, el escritor
"que había cambiado Barcelona y París por Lima"
esa historia me dio pena
creo que precede a la de Reinaldo Arenas
chévere
"Los detectives salvajes" de Roberto Bolaño
es una de mis novelas favoritas
chismografía infoliteraria, qué gracioso, sigue con mas notichismes, son anécdotas aleccionadoras, pequeñas grandes historias
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