jueves, julio 16, 2009

MUJER EN LA VENTANA




UNA MUJER SENTADA AL BORDE DE LA CAMA mirando largamente hacia la ventana. Esa soy yo. Una mujer que mira un cielo atravesado por cortinas blancas. Un cielo de madrugada y sin estrellas. Un cielo indefinido. Veo cómo la poca luz que atraviesa la ventana cae sobre mis muslos y pechos desnudos. Tras de mí, siento la respiración de mi marido. Ha llegado tarde y cansado a casa. Le sonreí y le serví la comida. Intercambiamos unas palabras, luego unos besos y caricias. Después, en la penumbra, esa cosa rara hormigueando en mi vientre. Esa cosa que roe mis tripas y me hace sentir vacía. Estoy ahí tendida al lado de un hombre al cual ya no reconozco. Sé cómo se llama, dónde trabaja, quién es su madre, toda su puta historia de vida. Pero me sigue pareciendo un extraño. Sin embargo, estoy aquí, con él. Lavo su ropa, respondo a sus gemidos, digo a todos que lo amo, le hago sentir que lo amo, también lo digo en las reuniones de amigos y familiares. Y en las noches, como ahora, mientras veo hacia la ventana, se convierte sólo en una frase, una frase sin brillo, muerta. ¿Qué me está pasando? ¿Acaso soy una especie de reptil que está mudando de piel? ¿Acaso no soy lo que digo que soy?... A veces pienso que soy otra. En mi interior soy otra. Otra que mira el mundo desde un pozo negro y hediondo. Otra que no dice “mi amor”, sino “miserable, maldito cabrón, lárgate de mi vida”. Tampoco “hola mami”, ni a mi hermana “que lindo tu brassier”, sino vieja estúpida, por qué hiciste que mi padre nos dejara, seguro porque eres pésima en la cama, no sabes hacer que te cachen, no sabes lo que es lamerle los huevos a tu hombre, maldita frígida, gorda imbécil. Y a mi hermana, sí cojuda, arrecha de mierda, ponte esos jeans apretaditos, calienta los huevos del primero que se te planta enfrente. Fríelos. Hazlo tortilla. Luego te los comes en un hotel de tres o cuatro estrellas. Haz que te dé por el culo. Y luego bótalos como a basura. Invéntales una historia, que te gusta ser independiente, que tu madre te dijo, que seamos amigos. Todo eso quiere decir la otra, la otra-yo. Pero no la dejo. La encierro con los botones de mi blusa. Ella grita, es la que de pronto suelta la cuchara, tira al piso un plato, dice una frase incorrecta o pide que mi marido le diga palabras sucias. “Dame un beso negro, papito, bésame el culo, muéstrame tu pinga, dame tu leche, papito”, y después entro y lo apago todo: “Déjeme descansar amor, tengo sueño, me duele mucho, tenme paciencia, amor”. ¿Qué puedo hacer?



¿CUÁNDO COMENZÓ ESTO? CIERRO LO OJOS. Abro la boca. Aspiro. Y trato de recordar. Veo nubes púrpuras. Grandes edificios. Autos, muchos autos. Boletos de microbús. Escenarios. Cafés. Innumerables cafés. También cuartos de hotel y parques, casi siempre solitarios y pelados. Pero no logro verlo a él. Tampoco me veo yo. Insisto. Cierro más lo ojos. Me tapo la boca con los dedos. Nada. Finalmente, todo se expande y desaparece, como si fuera de humo. Tal vez empiece hoy. Sí, esta misma noche en que no puedo dormir ni dejar de ver por la ventana. Hoy en que fui una vez más la esposa correcta. Incluso en el trabajo una compañera, a la hora del almuerzo, me puso de ejemplo. Yo sonreí. Y estuve agradecida. Pero luego, ya de regreso a casa, comenzó esta suerte de debilitamiento. Esta cosa rara que me oprime el pecho y me hace sentir como encerrada en mí. ¿Yo la esposa perfecta? ¡La esposa perfecta!.. Tiemblo de sólo pensar que me he convertido en eso. Tiemblo del labio superior al inferior. Es un temblor casi orgásmico, muy similar al que sentí cuando conocí a mi marido -¡marido! No recuerdo con exactitud los eventos, pero sé que fue una noche sin luna, ni viento ni nada. Iba con él a algún lado. Podría ser a su casa como a la mía. Sentía que ambas posibilidades eran irrelevantes. Lo importante era que caminábamos juntos hacia algún lado. Caminábamos casi sin mirarnos. Pero de rato en rato él rozaba mis manos con las suyas. Las rozaba. Y creo que fue producto de ese rozamiento que fue apareciendo ese raro temblor. Un temblor que comenzaba en las rodillas e iba subiendo hasta mis labios. No hubo besos ni abrazos esa noche. Recién ocurrió en la cuarta cita, como debía ser –según mi madre. Sólo quedó la resonancia estomacal de aquel temblor. Un largo temblor que sólo fue apaciguado un mes después, cuando lo tuve entre mis piernas, sudoroso y agitado, y loco por mi.



MI HISTORIA PUEDE PARECER SIMPLE: una mujer bien criada, con estudios en colegio de monjas y un titulo universitario. Eso quería mi madre, y eso soy ¿Qué soy? Un espejismo. Mi espejismo. Yo nunca quise ser una mujer bien criada. Tampoco nada de lo soy ahora. De joven, recuerdo, miraba desde mi ventana a los muchachos. Eran altos y robustos. Y me gustaban. No solo eso. Se me mojaba el calzón de tanto frotar muslo con muslo mientras los veía con el torso desnudo, bajo el sol. Los deseaba tanto. Y tan íntimamente. Pero la voz de mi madre estaba ahí, en algún lugar de la casa y de mi cuerpo. Y hacía que dejara de frotarme y cerrara las ventanas, los botones de mi blusa y el cierre de mi jean. Así pase veinticinco años de mi vida. ¡Qué vida! Primero fueron las malditas monjas, que me tenían en el colegio hasta las tres o cuatro de la tarde haciendo mil cosas. Luego mis amigas cristianas de la universidad, “protegiéndome” de cualquier muchacho. Y ahora mi marido, que controla mis salidas y entradas, mis sábados y domingos. Y todo se lo debo a mi madre. A lo “bien” que me crió.


DEBEN SER LAS DOS O TRES DE LA MADRUGADA. Y sigo tendida como una muerta en mi cama mirando hacia la ventana. Una muerta que respira, piensa que vive, dice que vive, parece que vive, hace como que vive, pero no vive. Es una muerta metida en un cuerpo que suda, se mueve, habla, hace el amor, da caricias. ¿Siempre fue así? Digo, ¿acaso mi madre, mi abuela, todas las mujeres del mundo pasaron por esto?...


A RATOS PIENSO QUE ESTA SUERTE DE DEBILITAMIENTO comenzó en los supermercados. No es que odiara ir de compras. En realidad me gusta, incluso desde niña, cuando acompañaba a mamá. Pero desde hace unos años es distinto. Mientras camino con mi carrito lleno de comestibles no puedo evitar fijarme en la fila de mujeres de todas las edades haciendo lo mismo. Hay adolescentes, jóvenes, mujeres maduras y ancianas. La mayoría son mujeres maduras. Se nota en sus carnes flojas y su andar cansino. Y aquí viene el debilitamiento. Me veo en ellas. No puedo evitarlo. Las siento como un espejo. Una proyección de mi vida dentro de unos diez o quince años. Eso me mata.


MI MARIDO ME AMA. O cree que me ama. Tal vez necesita creerlo. Así su vida se completa: treinta años, una profesión, una esposa, una casa, una cuenta de banco, amigos, familia, hijos –que aún no tenemos-, y nada más. Lo que sigue es la espera. La feliz espera de la muerte. ¿Pensará así realmente? ¿O tendrá una doble vida? Nunca encontré algo que me haga dudar de su fidelidad. Precisamente, por eso me sorprende la duda. Debería haber hallado algo. Todas mi amigas han encontrado cosas en los bolsillos de las chaquetas y pantalones de sus maridos: facturas de restauran cuyo consumo es de dos, boletos dobles para el cine o el teatro, pañuelos delicados, sobres de condones en la billeteras, y hasta cartas o pequeñas tarjetas con una calle y un número. Pero yo nunca he encontrado nada. Quisiera encontrarlo. Quisiera tener la sensación del engaño. Y llorar, insultar, romper cosas, gritar, largarme de casa por unos días. Luego podría regresar. Podría perdonar. Este matrimonio perfecto, que es sinónimo de monotonía, me está matando. Siento que vivo en una casa donde no corre el aire. Todo está sumido en una quietud espantosa. Y más cuando lo siento entrar a la habitación, desnudarse y meterse en la cama. Anticipo mentalmente sus movimientos. Una mano en mi pierna, otra en mi pecho, y su lengua deslizándose por mi cuello. Debo cerrar los ojos, sonreír y voltearme hacia él. Y lo hago. Antes de sentirlo entre mis pernas, ya lo siento. Entonces gimo, río, hasta grito. Veo su rostro a media luz, deformado, con los mechones de cabello en la cara. No lo reconozco, pero sé que es mi marido. Sé que luego lo tendré al lado derecho de la cama. Sé que me contará lo que hizo en el día. También lo que hará y yo haré al día siguiente –pagar cuentas, comprar cosas, arreglar ventanas, cocinar fréjoles o asado. Finalmente se quedará dormido. Sentiré su respiración. Sus leves ronquidos. Y otra vez me veré como ahora, silenciosa, mirando hacia la ventana.


Finalista en el 4° Certamen Internacional de Relato Breve - 2007, organizado en España por el portal La Lectora Impaciente (www.lalectoraimpaciente.com).